Aprender de los errores
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Rafael Mies
No hace falta detenerse a explicar que en la mayoría de las acciones humanas lo buscado es siempre el bien. Ya sea el bien personal, muchas veces egoísta o el bien común propio de espíritus más altruistas. Sin embargo, conseguir ese bien es muchas veces complicado y en ocasiones nos conduce a grandes y dolorosos fracasos. A diferencia de las máquinas donde lo esperado es claramente un resultado cierto, en el caso humano el error, el equívoco o simplemente un resultado adverso es parte esencial de la toma de decisiones. Por ello, quienes temen al fracaso, normalmente no se atreven a asumir riesgos y, por lo mismo, son incapaces de marcar una diferencia con lo que hacen.
En el último tiempo, hemos sido testigo de muchas iniciativas que han fracasado, personas que han impulsado proyectos personales y que por distintas circunstancias, con o sin mayor responsabilidad, han visto irse esos proyectos literalmente a la basura.
Frente a esta realidad, vale la pena tener en mente que el fracaso puede ser el mejor de los profesores. El error puede emplearse como una gran oportunidad para aprender y también para compartir lo que se ha aprendido con los más cercanos, con la familia y también con la gente con la que uno convive en el día a día. Aunque no se diga nada, enfrentar el error o el fracaso con una buena actitud enseña que quien acomete algo distinto debe estar dispuesto a correr el riesgo de perseguir lo nuevo, lo que no está probado y sólo ese hecho es muy valioso y valorable.
El fracaso de personas que han tenido una trayectoria y un reconocimiento por sus iniciativas públicas o privadas nos acerca además, a una imagen más real y cercana de la condición humana. Los “personajes públicos” retratados como una mezcla de “superhombres y “Rey Midas” por su capacidad de proponer y convocar iniciativas resultan hoy bastante idealizados y cada vez menos realistas. De algún modo, estamos aprendiendo que si se desea realizar algo nuevo, y con un impacto importante, se tendrá que desarrollar la capacidad de correr riesgos, aceptando que es inevitable que en el camino se cometan errores e incluso que se pueda perder el trabajo completo.
Creo que hoy estamos en una sociedad que teme mucho al error y a la desilusión. En general, las nuevas generaciones en las universidades o muchos de los que ingresan recién al mundo laboral han tenido poca exposición al fracaso. Por ello, es necesario educar en el valor y en la importancia que pueden tener los proyectos fallidos y la necesidad de asumir riesgos, tanto a nivel personal como organizacional, tratando el mal resultado como una oportunidad de aprendizaje y de desarrollo y no como una instancia de sola frustración.
Para todos aquellos que han debido enfrentar fracasos en el último tiempo es importante el reconocimiento de que somos ante todo seres humanos, obligados a lidiar cotidianamente con la imperfección y las genialidades propias y ajenas. Asumiendo que por graves e importantes que sean los fracasos, ninguno de ellos es definitivo y siempre se puede reemprender el camino o, simplemente, buscar uno nuevo.